
Llamar la atención del público con una historia basada en la locura, el desarraigo y la muerte, es, en el cine actual, un punto de partida que a más de algún guionista le puede parecer un retorno al convencionalismo de las tramas; a lo que siempre aparece en las películas. Si a eso se suma la utilización de un aspecto que pasa desapercibido para algunos; es decir, la banda sonora, la dificultad de realizar el filme, y encantar con este; valdría la pena preguntarse hasta qué sección puede ser rentable el proyecto. Lo que destruye cualquier pensamiento de este tipo está a la luz de las escenas que Larraín, un director novato al tiempo que estimable, deja apreciar en cada minuto que transcurre su ópera prima. La estructura psicológica de los personajes parece acoplarse a la vida del protagonista, a modo de segundas facetas que éste, después de incorporar su frustración y desequilibrio, intenta exteriorizar por medio de la explosión de los sentimientos, el encuentro con su etapa de madurez; la fotografía, unida con las tomas de cámara aérea y de plano inclinado, demuestran lo importante que es fijarse en los detalles que den la apariencia de estar viendo una obra artística que se efectúe con rigurosidad, donde se entienda de una vez que, pese a ser una película estrenada hasta ahora en Chile, el tema, las facciones, las actitudes, tienen la suficiente validez para considerarlos parte de la novedad, de algo que podría haberse visto en “Amadeus”, “Una mente brillante”, y que, de todas formas, conserva el estado de creación pura.
¿Puede el ser humano llegar a trastornarse por una melodía que aparece durante el asesinato de un familiar? Las adaptaciones, cambios, gesticulaciones, que acaecen en el transcurso de la existencia del hombre, llenas de dificultades, problemas e inconsecuencias, es la respuesta afirmativa de la pregunta, junto con ser el pilar que, como fuere, con o son música clásica, dan bases para considerar a las manifestaciones fílmicas que ahondan la desesperación. Ésta, en particular, está esquematizada en un trasfondo que da para muchas interpretaciones –que es exagerada, que utiliza demasiada ficción–, y, dentro de todo, pone en tela de juicio lo que significa ampararse en el individualismo, los temores y las creencias de que los sucesos inconclusos aparecerán a cada segundo.
El significado de la palabra “fuga”, una composición elaborada desde melodías anteriores, supera esa definición, hasta transformarse en la expresividad, la potencia que un violín, un piano, o una flauta travesera expresan a través de las notas; que es el único escape de quienes cargan con imágenes ensangrentadas, bañadas en un rojo que se aviva en cada movimiento musical. Vicuña, desde la exigencia de Larraín, entiende cuál es el paradero de los actos que el personaje frustrado debe saber demostrar. Hay líneas del guión donde disminuye la carga emocional que exige mantenerse a resguardo de las palabras externas –que hacen daño, que nunca serán iguales a la maravilla de una pentagrama con acordes de alta calidad–, es cierto; lo claro es que la demostración visual, el cansancio, la aflicción, hacen que el espectador se quede con deseos de criticar más bien la débil interpretación de los otros actores, lo que, si se desecha, entrega a la realización lo que tiene que esgrimir: vigor en quien identifica el principio, el fin, de las mentes que miran con ojos de preocupación.
Calificación: 6.0.